Las “Maneras de volver” de Rafael Soler

30 04 2009

 

 

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Hablando con Rafael acerca de la presentación de su libro y ante mi pregunta sobre el motivo de querer volver al planeta literario, él, un novelista conocido y reconocido, después de veinte años de ausencia, con un poemario, me respondió que lo hacía “para poner las cosas en su sitio” y agregó que, aún habiendo publicado un solo libro de poemas hasta el día de hoy, él se consideraba fundamentalmente poeta, aseveración paradójica que no lo es tanto si se piensa que los géneros literarios son ramas de un mismo árbol, cuyo tronco es el propio autor. ¿Y qué es Rafael Soler Medem? Un cronista de la ajenidad.

No vamos a repasar aquí su obra narrativa, pero no creo equivocarme si digo que toda ella está empapada de esa sensación sutil de pérdida de algo que nunca llegó a pertenecernos, porque realmente quisimos otra cosa, la cual nunca llegamos tampoco a definir y eso es la vida: un fluido impalpable y maravilloso que escapa entre nuestros dedos y las historias narradas sobre ella son imágenes de una película, la que necesita el director para dar un soporte de carne y sangre a sus ideas y a sus sueños, pero esas ideas y esos sueños son la poesía y por ello Rafael se considera esencialmente poeta.

En consonancia con todo ello y según propia confesión, Rafael es un hombre “muy desconcertado, muy sorprendido por lo que ocurre alrededor”. ¿No es acaso la capacidad de asombro un requisito esencial del poeta? Vemos así cómo se van aclarando las razones que explican su postura.

Pero no sólo cuanto ve le produce asombro, también opina que la literatura es soledad y la poesía un deslumbramiento que él sólo puede plasmar “cuando me encuentro en ese estado interior que la impulsa”. Ahora comprendemos que, dada su visión del mundo y su necesidad de contemplarlo desde la distancia que él mismo se impone, su retiro no fue ilógico, sino una consecuencia necesaria de sus planteamientos vitales, los cuales también suponían el regreso, tras un lento proceso de maduración, cuyo fruto ha sido “Maneras de volver”, un título que por si mismo lo dice todo. Capacidad de asombro, desconcierto ante la propia existencia y la necesidad de compartir ambos con el lector son los motores de este libro, como, me atrevería a afirmar, de toda gran obra literaria.

Sobre este telón de fondo podemos ahora examinar con más detalle la obra que aquí nos ocupa. “Maneras de volver” está estructurado en tres capítulos: el primero de ellos, “Amor kebap”, trata del amor, ese amor comparable al humo del cigarrillo que uno está fumando cuando aparece la mujer deseada y que, al extinguirse como la propia relación, deja el corazón perplejo, un amor abierto al infinito, pero con fecha de caducidad. “Vivir es un asunto personal” es una descripción y un intento de apresar esa vida que debiera ser nuestra, puesto que en torno nuestro acontece, pero se resiste a cualquier interiorización y huye de nosotros, dejándonos en la soledad del punto de partida. “La casa helada” es final de trayecto, la búsqueda de ese hogar último que a lo largo del libro se aleja del autor, como el agua de los labios del condenado en algún remoto infierno. Vemos, pues, que “Maneras de volver” es la narración de un viaje. El viaje de alguien que recorre su mundo interior con el fervor del marinero que desearía echar raíces en cada puerto, pero el mar lo llama ¿y quién puede conocer el mar?

Iniciando nuestra particular navegación por el libro y como confirmación de lo anteriormente expuesto, recalamos en el “Antidiario”, donde el autor sufre un desdoblamiento de personalidad, de tal forma que, tras enumerar las actividades y pensamientos de una cotidianeidad que no siente como suya, constata que su yo – ¿real? ¿soñado? Pero ¿qué importa si para él es el auténtico? – está “atado por siempre a tu ventana”. A una ventana que surge y desaparece con cada experiencia amorosa, pero en la cual ha quedado impresa su verdadera imagen y no la que el matutino espejo le devuelve. Y durante un instante crucial ambos yo se contemplan, antes de regresar a sus mundos paralelos en la trampa del tiempo.

Provisionalidad y permanencia mantienen, pues, una curiosa relación antagónica y sin embargo complementaria, que transcurre al margen de la voluntad del poeta, pero le conduce a un estado donde lo transitorio se ha convertido en definitivo y el pasado se ha instalado en el futuro.

 

“Quizá se llame Lola tiene un lunar una bufanda

 y no volverás a verla nunca”.

“Yo estaba en mi camino sentado con la tarde

 y tú pasaste”.

 

Pero finalmente:

 

“cuando entiendas que la vida que te falta

            es entera la vida que me has dado”.

 

Parece que los dos yo se encuentran tras una lenta maduración, que tiene siempre lugar fuera del alcance del autor y el resultado se asemeja al final de una película donde, tras un plano general que ahora sí muestra todo, aparece el rostro del poeta que contempla, ensimismado y perplejo, su propia vida y a la mujer que había estado demasiado cerca para que su presencia resultara visible en ese espectáculo de sombras y destellos fugaces, durante el cual el amor esculpe a nuestra espalda la estatua, que perdurará, de nuestro ser en el otro. El poeta no es Dios, pero sí puede, en el instante del poema, anular el espacio y el tiempo.

Continuando nuestra singladura y puesto que nos hemos referido a la perplejidad del poeta, ¿cabe mayor zozobra que la contenida en estos versos, dirigidos por el autor nada menos que al Todopoderoso?

 

“Ese el que sabe líbreme.

 Ese el que ignora cuídeme…

 de tipos como yo

 en un mundo de certezas viviendo con su Duda”.

 

La ajenidad del poeta parece elevarse aquí a un plano metafísico, extendiéndose a un Dios que se desentiende de su obra, un mundo de certezas absurdas donde mora el autor, un laberinto de infinitos espejos, que devuelven la pregunta sin el menor indicio de respuesta.

Así, no es extraño que el poeta ironice sobre sus años mozos y su conclusión inevitable:

 

“Yo escribía entonces versos falsos y rotundos…

 y (era) una paloma mi única vecina

            después llegaron otras…

            vestían de gris eran adultas y pronto me ofrecieron

            un empleo estable y una deuda letal con avalista”.

 

Lo que debiera ser ilusión se torna desencanto y esto mismo acontece en todos sus intentos de establecer una relación profunda con otras personas (amigos, mujeres…) o de valorar positivamente cuanto le sucede; todo lo cual queda fielmente reflejado en el último poema del segundo capítulo, donde, con el adecuado título de “Inventario”, recoge el autor sus experiencias vitales, cerrando la enumeración de las mismas con un resumen desesperanzado y lacónico: “asma…una deuda joven…un amigo antiguo…varias gafas de sol…una promesa…un buzón…un homenaje…un divorcio…odio al alcohol…dos plumas…y un día más para seguir conmigo”.

Pero no es inmune el autor a la necesidad de afecto, ni el viajero a la de retornar al hogar al fin de su periplo y por ello dice:

 

“día menor y sin ventura te escucho deambular

            entre las cosas que amé y nunca fueron mías…

            (veo) ese extraño afán que siempre me entretuvo

            entre un hilo y el siguiente descuidando la vida…

            y ahora quisiera enderezarme

            tener la frase justa entre los dientes…”

 

Esa frase justa, ese momento de plenitud que da razón de la existencia, el hogar soñado… ¿Está aún a su alcance? Difícilmente, pues, poco más adelante, ironizando, pide:

 

“que el último en morir no se quede por favor entre nosotros…

            que se vaya pobrecillo con los suyos…

            hasta la resurrección dicen de la carne

            el perdón quizá de los pecados y la vida eterna en todo caso”.

 

La frase justa se la llevan los muertos entre sus labios cerrados y eso es todo. ¿Todo? No, pues en el último poema del libro, en una imprecación final al Todopoderoso, el poeta escribe:

 

“resucítame

 y por un instante en vilo nada cambiaré de lo vivido”.

 

¡He aquí la frase! Pues si cuanto le ha sucedido al autor está fuera de su voluntad, no lo está la asunción de sus consecuencias y esa asunción convierte de una sutil manera lo ajeno en propio, de ahí el título del libro. Hay muchas maneras de volver, pero sólo una que garantice la perdurabilidad del poeta por encima de los impredecibles aconteceres que conforman su vida y ésa es precisamente la elegida por Rafael: el hombre no es respuesta, sino pregunta y no cualquier pregunta, sino la que cada uno de nosotros siente que le quema las entrañas. Cuál sea la respuesta es hasta cierto punto indiferente, pero no lo es el no tirar la toalla, el asumir los frutos del azar existencial como propios, el transmitir al lector la narración de este árido, pero maravilloso viaje interior a lo más profundo de la noche.

Porque sin viajero no hay viaje y porque la noche no es la tumba, sino la morada del hombre.

 

José Elgarresta