Palabras para Fernando López Guisado y su libro La letra perdida

2 12 2012

La Letra perdida, de Fernando López Guisado.

Ediciones Vitruvio, 11 €

 

Los poemas de Fernando López Guisado es preferible escucharlos en voz alta; leérselos uno en un bar sin mucha gente, pero con algo de murmullo de fondo: tipos que vienen y se marchan, el ruido de los coches ahí fuera en la calle,  las eternas cucharillas dando vueltas al café con leche de la tarde.

Tienen algo de terribles en este libro último, La letra perdida; y también de ingenuos, de purificadores, de catárquicos, pues su autor escribe para expresarse y, de paso, contagiarnos a fuer de sensibilidad de cuanto dice.

Poseen una extraña impronta de juventud en la que se advierte que el dolor extremo, el desengaño y la pereza no llegan a ser toda la pereza, el desengaño y el dolor posibles, aunque Fernando crea haber llegado a ello a sus treinta y pocos años; tampoco la felicidad de ver la existencia propia con un cierto reposo, con inamovible complacencia, laxitud, y sin ganas de litigio ni hambres de comerse el mundo de los demás, nuestros egoístas semejantes.

Con La letra perdida el autor ha escrito un libro de altos vuelos y pretensiones: quiere abarcarlo todo, darlo todo, y hasta encontrarse como ante un espejo; pero, claro, uno no se encuentra acaso jamás en esta vida en el espejo, y créanme, no nos aguarda otra en la que mejor contemplarnos.

Hay mucho de viaje iniciático y de búsqueda desasosegada en ellos, y sus músicas distintas, sus tempos sucesivos, se mezclan, pero no se pierden, pues alcanzan a darnos un todo coral: la vida de este hombretón grande, algo tímido y con grillos de vicetiple en la garganta, que nos abrazaría como un oso pero no nos tocaría un solo cabello de esta cabeza que en mi caso al menos amenaza quedarse en unos años algo calva.

Me gusta de ellos que se pueden recitar, casi cantar; y que tienen voluntad de estar bien escritos, ser literatura, y que Fernando escribe “Hambre de Verdad”, “Templo” y “Universo” con mayúscula y es, amén de profundo, pedestremente cotidiano:

 

“Reclamará su derecho a echar el cierre,

se quedará dormido viendo teletienda,

obeso, cebado de palomitas y alquitrán,

desayunos porno y paquetes bomba de la navidad pasada”.

 

Yo sé que los ha escrito sin prisas; sin prisas tampoco a la hora de buscar editor y publicarlos. Sin duda, en este puñado de años, La letra perdida habrá sido un puzzle disperso, y me complace imaginar a su autor juntando piezas como quien reúne fotografías de familia para hacer un álbum de familia.

Se vislumbran un algo, y a veces mucho, de pop, de kitsch, de popular; también, de comic y peli de serie B, y la mitología canónica de nuestros mayores ha dado paso, sí, tras los Ulises, las Dianas, las Galateas de otrora, a lecturas de Neil Gaiman, donde Morfeo es otro que Morfeo; y Lovecraft. Las derringer de bolsillo, que López Guisado evoca en un magnifico poema, no tienen nada que ver con las lanzas y espadones a las que Menéndez Pidal les medía en  1960 la cintura para que resultaran de verdad en el rodaje de El Cid. Eran otras películas, Fernando no había nacido y, menos, estrenado su primer coche, amado a su primera mujer.

  La letra perdida es, en primer lugar, un libro de amor, y de amor es ese primer poema, casi bailable, adormecedor, con que se abre el poemario: “Bajo los tilos/lo supe./ Aunque sucediera el hielo/ y enmudecieran las estaciones”…, que se corresponde con el que cierra circularmente el libro: “Así, juntos,/cogidos de la mano,/ bajo los tilos”.

En medio de estos dos extremos, navega el autor viendo “un sol rojizo que no se apaga nunca”, “submarinos (que) cruzan de norte a sur sin retorno”, cuestionándose qué cosa es la realidad o entregándose “al cercano horizonte entre tinieblas”, y es que, llamemos a las cosas como las llamemos, estamos hablando de surrealismo, suprarrealismo, para ser correctos; querer juntar las dos orillas de un río, como quería Ramón Gómez de la Serna, lo de adentro y lo de afuera; incluso automatismo, gestualismo en los cuadros de Viola, para no quedarnos en un hecho literario, el que aquí reseñamos con agrado, pues La letra perdida, a la postre, no es otra cosa que una fe de vida, un testimonio de la existencia de Fernando López Guisado, madrileño de Rivas, bloguero y “capturador de lo invisible”, que así reza su tarjeta de presentación cuando la ofrece a los amigos.

Manuel Lacarta





Canto cotidiano

23 01 2012

Canto cotidiano, de Juan Carlos Ortega. Ed. Vitruvio

Hay quienes intentan ser poetas y quienes lo son porque no les queda más remedio.

Juan Carlos Ortega forma parte de este segundo grupo y leyéndole uno piensa que la poesía es tan necesaria al ser humano como la vida, si es que se puede establecer alguna diferencia entre ambas. Punto este último muy debatido y al que nuestro poeta respondería con toda seguridad negativamente.

En fin, lo que sí tiene un valor inmenso es el simple hecho de que su obra nos haga sentirnos inmersos en este debate, porque esto significa que su poesía, ya desde la primera lectura, es cosa nuestra, que experimentamos la necesidad de respirar a través de sus versos, de crecer con ellos como su autor, el cual no pudo hacer otra cosa para sobrevivir.

“Mi mundo era hermético.

allí donde otros hablaban

sin miedo,

yo me quedaba callado…

Poco a poco,

muy despacio

y con dolor,

me fui otorgando

el derecho a la palabra.”

Independientemente de lo que se piense con una perspectiva exclusivamente literaria, lo que sí parece cierto es que, con un carácter más esencial, puede señalarse que la palabra  ha sido inventada para comunicarse y este último atributo, la capacidad de comunicación, es lo que ha hecho del hombre una especie aparte y le ha conferido su lugar en la cúspide de la pirámide que describe la estructura de los seres vivos.

 Es por ello que el carácter confesional de estos poemas nos parece un rasgo tan importante como positivo, a la hora de valorarlos y sobre todo de recomendar su lectura.

Por supuesto, lo anteriormente expuesto no niega la validez del aprendizaje literario, sino, en todo caso, acentúa su importancia, puesto que lo incardina en la propia vida del autor, que a estas alturas casi se confunde con el lector y si no, quién con un mínimo de experiencia en el campo de la creación, no firmaría el poema titulado: “El mundillo literario” en el que, hablando de los premios concluye diciendo:

Desconfías.

Desconfías de la imparcialidad

del pasado

y , si no eres fuerte,

desconfías de ti mismo.

Te sientes un imbécil…”

Sin embargo:

Después vuelves a leer

algo muy bueno.

Sientes la llamada

y escribes.”

Sucede que el verdadero dominio de la técnica se consigue a través de la necesidad. El que se ahoga nada para no irse al fondo. El que escribe aprende a domar la palabra para expresar no cualquier cosa, sino lo que él y nadie más que él tiene que decir. Pero, a partir de cierto momento, si los dioses lo han elegido para hacer llegar ese mensaje, las palabras más sencillas se llenan de significado y entonces está claro que nos encontramos ante un escritor.

“Le di otro trago a mi cerveza

mientras pensaba

en todo lo importante de la vida,

que yo también me había perdido.

Y ni siquiera tenía la sensación

de haber sido yo el que elegía”.

La fugacidad y sobre todo la provisionalidad de la existencia humana es un tema numerosamente cantado por los poetas de todos los tiempos; pero con mucha menor frecuencia se pone de relieve en la vida y en su necesario correlato, la muerte, el carácter familiar, casi rutinario, de ambas, lo que nos las hace pasar casi inadvertidas y así sucede que el poeta, en el quirófano al comienzo de una operación, nos dice:

Entro suavemente en la bruma

de un sueño profundo,

del que no sé si quiero

que alguien me saque,

llamándome por mi nombre.

Conciencia adormecida de la propia existencia que, sin embargo, despierta vigorosa cuando se hace “canto cotidiano” en labios del poeta:

“Al despertar

abro los ojos y veo

las primeras luces del día…

entonces me doy cuenta:

mi vida cotidiana

es un regalo excitante.”

Y para demostrarlo, el autor desmenuza a continuación esa vida en una sucesión de instantes que componen una alentadora sinfonía. Así, los poemas titulados: “Dicha”, “Bella durmiente”, “Repeticiones”… retratan ese rostro dulce de la existencia al que tan poco acostumbrados estamos y que tan necesario nos resulta en el áspero camino de este principio de siglo. Al fin, topamos con un ser humano que experimenta en sí mismo y nos comunica con naturalidad pasmosa el gozo de existir sin necesidad de acudir al alcohol, las drogas u otros paraísos prefabricados. El instante en que escribo estas líneas es ya un paraíso. Gracias sean dadas a Dios y a Juan Carlos Ortega por recordarnos que el mero hecho de existir es un don precioso.

Cercados por la desesperanza que domina las principales corrientes filosóficas contemporáneas, es un regalo inestimable leer un poema titulado “Canto a mí mismo”, donde el autor declara:

“Amo la vida

y la vida

me ama a mí.”

Amor a la vida que no excluye la añoranza de lo que pudo ser y no fue, quizá por un capricho del destino, como se pone de manifiesto en el poema titulado “La cita”, que narra la historia de una confusión que impide un encuentro sentimental. Sin embargo:

Yo aún sigo esperándote

en la esquina equivocada.”

Nuestro poeta sigue esperando y nosotros, contagiados por su indómita esperanza, también.

Tal vez la especie humana esté en el lugar equivocado, pero el presente libro nos dice que después de la noche siempre sale el sol y este no entiende de lugares ni tiempos. La vida es una verdad evidente en sí misma para quién así lo siente y si la poesía es, como muchos sostienen, el adelantado de la filosofía, ojalá el volumen aquí comentado anuncie un giro hacia la luz, que sería muy bien venido en estos tiempos oscuros.

Solo nos queda felicitar a su autor por la ráfaga de aire fresco que estas páginas suponen en el panorama poético español contemporáneo.

 José Elgarresta





Escritos de la zona oscura de José Elgarresta

9 12 2011

Conozco a José Elgarresta desde hace treinta y cuatro años y conozco  la poesía de José Elgarresta desde hace, ya, esos mismos treinta y cuatro años. Uno y otra se parecen, como dos botellines de cerveza de la misma marca o dos huevos de avestruz en una cesta; se comprenden, como padre con sus hijas de paseo por el paseo de Recoletos en día de domingo o el sicoanalizado y el sicoanalista en los cuarenta y cinco minutos de desovillar la lana de angora de la madeja de los sueños, y yo creo que este tipo, este Pepe Elgarresta de apariencia seria, tímido, ensimismado, “hombre bueno”, según él gusta de llamarse; y con aire de andar por libre y a sus cosas, escribe unos poemas serios, por carácter, y con un punto de filosofía estoica que le lleva, pese a descreer del mundo, a arrimar su figura a las paredes del palacete de un dios también estoico; escribe sus poemas, digo, sin preocuparse en exceso por los guiños literarios a otros autores ni por hacer Literatura; un tanto libres a la hora de seguir el canon del momento, que yo no sé quién decide ni cómo se aplica, y es que José Elgarresta Ramírez de Haro, que es niño de familia bien, aunque no quiera; educado en colegio religioso de pago y licenciado en Empresariales y en Derecho, ex funcionario técnico de la Hacienda, no es un escritor à la page, porque tiene vocación ácrata de llevar la contraria al clima del hemisferio donde vive, zambullirse en la piscina de casa en pleno mes de diciembre.

Este tipo, un señor por lo general callado, retraído, que no se prodiga en alharacas, y que escribe libros de poesía, cuentos para niños y para adultos, artículos de crítica literaria en revistas y unas inclasificables “memorias” hasta ahora aparecidas en dos tomitos disimuladas de otra cosa que memorias, que él ha dado en llamar Cutrelandia, y que son un ajuste de cuentas con todos nosotros, sus coetáneos, y un desahogo venial sin excesiva mala leche, confiesa que “la poesía es (para el poeta) el arte de hacer pasar el universo a través de él mismo” o “el arte de bailar sobre el abismo sin perder la sonrisa”.

Yo sospecho que escribir es un acto connatural, cotidiano para con él; parte de un proyecto de vida, que no debe confundirse con la bohemia y el dolce far niente, a las que alguna vez se sintió Elgarresta, sí, abocado, con tanto horror, que se volvió monje y encerró en el dormitorio para enterrarse en el edredón de plumas de la cama.

Su literatura, un tanto escéptica, tiene mucho de diario en cuadernos forrados con papel de hule, que es donde comenzamos a escribir los niños de la posguerra, manchando los renglones con la grasa del bocata; desde luego, de confesión, y yo creo que se sitúa en línea de verdad con la filosofía, aunque huya de mayores formulaciones para quedarse en lo doméstico.

Me atrevo a decir que lo epidérmico, aun a riesgo de rondar lo superficial y la boutade, es uno de sus componentes más activos y atractivos, aunque el poeta ya advertía en 1977 en “El bromista”, el primer poema de su primer libro, Monólogos: “Si me creen superficial/ piensen en lo que hacen/todos los días”.

No quiero caer en las etiquetas facilonas ni en los símiles de dudosa preceptiva literaria con miras históricas, pero su literatura es, para entendernos, más “conceptual” que “culterana”; a medias, descriptiva y narrativa; y, decididamente, puesta a contar mejor que cantar, y es que Pepe no participa de esa idea, no sólo mía, pues lo es también de buena parte de la lírica del Renacimiento y desde luego de los simbolistas, de que un poema es una canción y ha de ser cantado, sino que como don Miguel de Unamuno, por ejemplo, por buen ejemplo; cifra el mérito del verso en un valor emocional, esto es, en la capacidad de ser leído, mejor que escuchado. Así, ese jugar a las parábolas, a la fábula, con su innegable carga de lección moral; los monólogos, los salmos, las escenas, nos lleva a un desasosegante preguntar por la realidad “real” y cuestionarlo todo como punto de partida, más individual que social, en que el arte renuncia a su puesta en escena para favorecer de primera mano cuanto es fruto de un sincerarse imprevisible que en ocasiones resultas incluso kitsch, como en el poema “Un funeral” de Escritos de la zona oscura, el libro que aquí nos ocupa: “Nos reunimos a la puerta de la iglesia/ y nos contamos historias de putas/sin la menor falta de respeto”, o el que sigue a éste en el orden del libro, “La nueva fiesta”: “Nos gustaban las mujeres./ La primera fue una puta,/ ¡qué alivio cuando me dijo/ que había cumplido bien!”. No en vano, Miguel Galanes hablaba en la introducción a la Poesía de Pepe de “ese hombre de la calle que se encierra, se pregunta para, en realidad, preguntarle al hombre mismo…”.

Escritos de la zona oscura continúa la fabulación del mundo de José Elgarresta en línea con los anteriores libros, todos, excepto los tres últimos, contenidos en Poesía (1975-2000), que ahora reedita Pablo Méndez en Vitruvio, con indudable acierto.

Es un libro por acumulación, y su unidad no nos resulta otra que la obligada por esa única voz confesional de sus cincuenta y siete poemas, donde casi siempre el “yo” es el vehículo a través del cual se aborda o, en su defecto, se concluye cada texto como un sencillo epifonema: “A mí, que siempre supe que estaba vivo/ ¿de qué me sirvió este conocimiento?”, nos dice en “La vida fugitiva”, el poema liminar del libro, y donde la variedad de sus registros marca a su vez estados de ánimo, pero siempre dentro de semejante culpabilidad, como cuando el poeta escribe en “Un niño me llama”: “Las estrellas me hacen guiños/ y un niño me llama,/ un niño castigado por querer ser feliz”, la misma presencia obsesiva de la muerte, como cuando el poeta escribe en “Sombras”: “Cuando miro mi muerte/ veo un solo foco,/ en busca del libro/ que contiene las instrucciones del viaje”, las mismas imágenes recurrentes de “jardín desierto”, “noche solitaria”, “acecho de la eternidad”, “estaciones vacías”, “llanura limitada por un abismo”, o confesión de “misantropía”, que tanto guardan de la querencia romántica hacia nuestra literatura del XIX: la exaltación de los sentimientos se constituye en el eje de todo el discurso poético; el paisaje se muestra, se exhibe y se maneja como fruto de un estado emocional.

Aquellos aparentes desdén y desapego rastreables desde sus libros anteriores están también aquí, en sus palabras, y, en el fondo, José Elgarresta en Escritos de la zona oscura sigue siendo aquel Francisco de Quevedo y Villegas: cojitranco, giboso, con ojos cansados bajo las lentes de sus muchas dioptrías, que se siente un hombre más bien feo en esta vida bella; pero poeta, el poeta José Elgarresta, que, a los sesenta y cinco años, ya lo ven, escribe libros de poesía.

Manuel Lacarta





Las “Maneras de volver” de Rafael Soler

30 04 2009

 

 

portada-de-soler1

 

 

 

 

Hablando con Rafael acerca de la presentación de su libro y ante mi pregunta sobre el motivo de querer volver al planeta literario, él, un novelista conocido y reconocido, después de veinte años de ausencia, con un poemario, me respondió que lo hacía “para poner las cosas en su sitio” y agregó que, aún habiendo publicado un solo libro de poemas hasta el día de hoy, él se consideraba fundamentalmente poeta, aseveración paradójica que no lo es tanto si se piensa que los géneros literarios son ramas de un mismo árbol, cuyo tronco es el propio autor. ¿Y qué es Rafael Soler Medem? Un cronista de la ajenidad.

No vamos a repasar aquí su obra narrativa, pero no creo equivocarme si digo que toda ella está empapada de esa sensación sutil de pérdida de algo que nunca llegó a pertenecernos, porque realmente quisimos otra cosa, la cual nunca llegamos tampoco a definir y eso es la vida: un fluido impalpable y maravilloso que escapa entre nuestros dedos y las historias narradas sobre ella son imágenes de una película, la que necesita el director para dar un soporte de carne y sangre a sus ideas y a sus sueños, pero esas ideas y esos sueños son la poesía y por ello Rafael se considera esencialmente poeta.

En consonancia con todo ello y según propia confesión, Rafael es un hombre “muy desconcertado, muy sorprendido por lo que ocurre alrededor”. ¿No es acaso la capacidad de asombro un requisito esencial del poeta? Vemos así cómo se van aclarando las razones que explican su postura.

Pero no sólo cuanto ve le produce asombro, también opina que la literatura es soledad y la poesía un deslumbramiento que él sólo puede plasmar “cuando me encuentro en ese estado interior que la impulsa”. Ahora comprendemos que, dada su visión del mundo y su necesidad de contemplarlo desde la distancia que él mismo se impone, su retiro no fue ilógico, sino una consecuencia necesaria de sus planteamientos vitales, los cuales también suponían el regreso, tras un lento proceso de maduración, cuyo fruto ha sido “Maneras de volver”, un título que por si mismo lo dice todo. Capacidad de asombro, desconcierto ante la propia existencia y la necesidad de compartir ambos con el lector son los motores de este libro, como, me atrevería a afirmar, de toda gran obra literaria.

Sobre este telón de fondo podemos ahora examinar con más detalle la obra que aquí nos ocupa. “Maneras de volver” está estructurado en tres capítulos: el primero de ellos, “Amor kebap”, trata del amor, ese amor comparable al humo del cigarrillo que uno está fumando cuando aparece la mujer deseada y que, al extinguirse como la propia relación, deja el corazón perplejo, un amor abierto al infinito, pero con fecha de caducidad. “Vivir es un asunto personal” es una descripción y un intento de apresar esa vida que debiera ser nuestra, puesto que en torno nuestro acontece, pero se resiste a cualquier interiorización y huye de nosotros, dejándonos en la soledad del punto de partida. “La casa helada” es final de trayecto, la búsqueda de ese hogar último que a lo largo del libro se aleja del autor, como el agua de los labios del condenado en algún remoto infierno. Vemos, pues, que “Maneras de volver” es la narración de un viaje. El viaje de alguien que recorre su mundo interior con el fervor del marinero que desearía echar raíces en cada puerto, pero el mar lo llama ¿y quién puede conocer el mar?

Iniciando nuestra particular navegación por el libro y como confirmación de lo anteriormente expuesto, recalamos en el “Antidiario”, donde el autor sufre un desdoblamiento de personalidad, de tal forma que, tras enumerar las actividades y pensamientos de una cotidianeidad que no siente como suya, constata que su yo – ¿real? ¿soñado? Pero ¿qué importa si para él es el auténtico? – está “atado por siempre a tu ventana”. A una ventana que surge y desaparece con cada experiencia amorosa, pero en la cual ha quedado impresa su verdadera imagen y no la que el matutino espejo le devuelve. Y durante un instante crucial ambos yo se contemplan, antes de regresar a sus mundos paralelos en la trampa del tiempo.

Provisionalidad y permanencia mantienen, pues, una curiosa relación antagónica y sin embargo complementaria, que transcurre al margen de la voluntad del poeta, pero le conduce a un estado donde lo transitorio se ha convertido en definitivo y el pasado se ha instalado en el futuro.

 

“Quizá se llame Lola tiene un lunar una bufanda

 y no volverás a verla nunca”.

“Yo estaba en mi camino sentado con la tarde

 y tú pasaste”.

 

Pero finalmente:

 

“cuando entiendas que la vida que te falta

            es entera la vida que me has dado”.

 

Parece que los dos yo se encuentran tras una lenta maduración, que tiene siempre lugar fuera del alcance del autor y el resultado se asemeja al final de una película donde, tras un plano general que ahora sí muestra todo, aparece el rostro del poeta que contempla, ensimismado y perplejo, su propia vida y a la mujer que había estado demasiado cerca para que su presencia resultara visible en ese espectáculo de sombras y destellos fugaces, durante el cual el amor esculpe a nuestra espalda la estatua, que perdurará, de nuestro ser en el otro. El poeta no es Dios, pero sí puede, en el instante del poema, anular el espacio y el tiempo.

Continuando nuestra singladura y puesto que nos hemos referido a la perplejidad del poeta, ¿cabe mayor zozobra que la contenida en estos versos, dirigidos por el autor nada menos que al Todopoderoso?

 

“Ese el que sabe líbreme.

 Ese el que ignora cuídeme…

 de tipos como yo

 en un mundo de certezas viviendo con su Duda”.

 

La ajenidad del poeta parece elevarse aquí a un plano metafísico, extendiéndose a un Dios que se desentiende de su obra, un mundo de certezas absurdas donde mora el autor, un laberinto de infinitos espejos, que devuelven la pregunta sin el menor indicio de respuesta.

Así, no es extraño que el poeta ironice sobre sus años mozos y su conclusión inevitable:

 

“Yo escribía entonces versos falsos y rotundos…

 y (era) una paloma mi única vecina

            después llegaron otras…

            vestían de gris eran adultas y pronto me ofrecieron

            un empleo estable y una deuda letal con avalista”.

 

Lo que debiera ser ilusión se torna desencanto y esto mismo acontece en todos sus intentos de establecer una relación profunda con otras personas (amigos, mujeres…) o de valorar positivamente cuanto le sucede; todo lo cual queda fielmente reflejado en el último poema del segundo capítulo, donde, con el adecuado título de “Inventario”, recoge el autor sus experiencias vitales, cerrando la enumeración de las mismas con un resumen desesperanzado y lacónico: “asma…una deuda joven…un amigo antiguo…varias gafas de sol…una promesa…un buzón…un homenaje…un divorcio…odio al alcohol…dos plumas…y un día más para seguir conmigo”.

Pero no es inmune el autor a la necesidad de afecto, ni el viajero a la de retornar al hogar al fin de su periplo y por ello dice:

 

“día menor y sin ventura te escucho deambular

            entre las cosas que amé y nunca fueron mías…

            (veo) ese extraño afán que siempre me entretuvo

            entre un hilo y el siguiente descuidando la vida…

            y ahora quisiera enderezarme

            tener la frase justa entre los dientes…”

 

Esa frase justa, ese momento de plenitud que da razón de la existencia, el hogar soñado… ¿Está aún a su alcance? Difícilmente, pues, poco más adelante, ironizando, pide:

 

“que el último en morir no se quede por favor entre nosotros…

            que se vaya pobrecillo con los suyos…

            hasta la resurrección dicen de la carne

            el perdón quizá de los pecados y la vida eterna en todo caso”.

 

La frase justa se la llevan los muertos entre sus labios cerrados y eso es todo. ¿Todo? No, pues en el último poema del libro, en una imprecación final al Todopoderoso, el poeta escribe:

 

“resucítame

 y por un instante en vilo nada cambiaré de lo vivido”.

 

¡He aquí la frase! Pues si cuanto le ha sucedido al autor está fuera de su voluntad, no lo está la asunción de sus consecuencias y esa asunción convierte de una sutil manera lo ajeno en propio, de ahí el título del libro. Hay muchas maneras de volver, pero sólo una que garantice la perdurabilidad del poeta por encima de los impredecibles aconteceres que conforman su vida y ésa es precisamente la elegida por Rafael: el hombre no es respuesta, sino pregunta y no cualquier pregunta, sino la que cada uno de nosotros siente que le quema las entrañas. Cuál sea la respuesta es hasta cierto punto indiferente, pero no lo es el no tirar la toalla, el asumir los frutos del azar existencial como propios, el transmitir al lector la narración de este árido, pero maravilloso viaje interior a lo más profundo de la noche.

Porque sin viajero no hay viaje y porque la noche no es la tumba, sino la morada del hombre.

 

José Elgarresta





Descubrimiento de la herida

23 03 2009

Descubrimiento de la herida, de Luisa Antolín

Ediciones Vitruvio

.

.

.

.

.

 portada-de-antolin

 

Hoy es un día para celebrar la poesía que nace impresa por primera vez en este libro: Descubrimiento de la herida, editado por primera vez en la colección Baños del Carmen de Ediciones Vitruvio.

Como decía, hoy nace… Pero de momento quiero hablar de los años de gestación (que tienen mucho que ver con los primeros poemas, de la parte que yo llamo el pórtico del libro, lo que nos dará la entrada en él, para transitar por él).

            El libro se ha tomado su tiempo de gestación, hasta que sus pulmones se han sentido fuertes para respirar. ¿De dónde le ha venido esa fortaleza? Del alimento que durante años le ha proporcionado (a la autora) la lectura, el crecimiento natural de las cosas, eso que en general llamamos vida, y la conversación: a los “nasciturus” hay que hablarles desde el silencio y la soledad; estoy convencida que un libro siempre es el resultado de una conversación interior, y más de uno de los que estamos aquí hemos oído ese conversar de Chiky (Luisa! Luisa Antolín Villota) con ella misma y hemos sido receptores de su decir y escribir o directamente o como a través de las ventanas azules de cala Mesquida, sobre las rocas y en el mar. También Juanma y Bruno y Candela habrán oído ese runruneo hablante que uno hace cuando habla sólo consigo: como “en los bordes”.

En ese primer poema la autora nos habla de cómo se han henchido los pulmones de los que hablaba al principio. En los bordes, justo dónde se juntan el mar y la tierra. Una isla como Menorca tiene los bordes al alcance de la mano y puede llenarte de viento y de silencio, de soledad. Para mí el viento es imagen de soledad (me refiero al viento-viento, no al aire fresco).

En el segundo poema la poeta hace una entrada de caballo siciliano: “si algo saco en limpio de esta soledad/ es/ unas desesperadas ganas de mi”. Tres versos y un gran principio: necesidad! Esas desesperadas ganas de mi se convertirán en el paso que da el salto del yo real al yo poético, y ahí comienza el descubrimiento de la herida: el yo sangrante de la palabra viva: “la palabra también vida/ la vida con la palabra”. ¿No fue Gil de Biedma quien dijo que el poeta es el poema? Pues bien así empieza el nacimiento de una nueva poeta, de una voz nueva (manifestada ya en los cuentos en dónde se revela la inteligencia mágica de la levedad unida al amor por la literatura, por las mujeres que han escrito).

Esta voz que nace necesita de protección, y aquí entro en el tercer poema: invoca a Safo, como en un frontispicio, en el pórtico de la “domus aurea”: “Te aseguro que alguien se acordará de nosotras”. “Domus aurea”, la casa, la morada del ser que es la palabra. En ese tercer poema (sin título, encabezado por el verso de Safo), la palabra que  se expresa puede hacerlo ya que alguien la precedió y alguien la engendró. La invocación a Safo que puede representar la fuerza de las poetas que nos han precedido tiene además en este verso elegido por ella una evidente carga de futuro y descansa sobre un poema dedicado a quien la engendró, de hecho a quien engendró a quien la engendró: “para mi abuela Luisi, in memoriam” .

La poeta traza en este pórtico, del que ya tenemos tres columnas, los tres primeros poemas, toda una declaración de fundamento, y en el fundamento, uno de los poetas que la han alentado: “Escribir”, escribir es el título del cuarto poema, (pàg 16) un poema en prosa que dedica a Gamoneda, quien asiste a su parto como escritora, poeta (Luisa!) a los 37 años de ser engendrada por sus padres. Gamoneda es como la figura socrática de la comadrona en un texto que tiene mucho de rilkeano. Gamoneda la saca del útero materno a la luz y a la ceguera, a lo que nos pertenece como único y verdadero, a la belleza y al dolor (toda una poética), y ahí empieza el viaje, como un viaje de formación, el Bildungsroman, con la imagen del laberinto que ya aparece en los primeros poemas, el viaje en si mismo, geográfico, de Sur a Norte y el viaje hacia el descubrimiento de la herida: el libro se abre al lector como el cuerpo a la herida: “Yo escribo/…/ para abrir el corazón y hacerlo sangrar/ … para que las heridas no se cierren nunca”. Aquí, en su comienzo el yo poético ya sabe que su viaje no encontrará el bálsamo sanador y hasta el último verso del poema que cierra el libro, insiste: “pero tienes que sangrar”.

Estos cuatro poemas que constituyen el pórtico, a mi entender, constituyen una poética, y de hecho, los elementos que aparecen como temas fundamentales del conjunto de la obra, nacen a partir del desarrollo de esa poética: (1) el silencio y la soledad, (2) necesidad, necesidad de situarse desde el yo real al yo literario, (3)  necesidad de los que nos han precedido y (4) necesidad de descubrir, y ahí, sin nombrarla, aparece la herida: “ la belleza también es dolor”.

Intentaré destacar  lo que considero la urdimbre del poemario en esa búsqueda de la belleza que también es dolor.

LA URDIMBRE: (digresión hablada sobre la urdimbre y la trama, la trama sería lo que corresponde a la factura de cada poema en cada parte del libro) EL TIEMPO Y LA PALABRA.

En primer lugar, EL TIEMPO.  Espacio-tiempo, inseparables, tal como ella misma lo dice, volviendo a un verso de Gamoneda. El tiempo real del viaje de Sur a Norte y el de los años sobre el propio cuerpo, más allá del espejo, pero también el tiempo es la dimensión espacio temporal del recuerdo en contra de la nostalgia: “el frío,/ escudo contra la nostalgia”. El tiempo, en todo el poemario, es también memoria, y también eternidad de la niñez infinita: la no muerte.

Otro elemento de la urdimbre es LA PALABRA, la palabra, “como la sangre de una herida/ cada vez más sonora”. La sonoridad de los poemas radica en la desnudez, en la levedad, en muchos casos el poema es casi epigramático (tanto en Tránsito como en Brumas del Norte) y el único recurso es la lucidez. También en los poemas que contienen varias estrofas encontramos ese trabajo de cincel que rebaja cualquier mota superflua  y deja el verso puro y duro, sin concesiones, PUEDE CALIBRARSE EL VALOR QUE DA LA AUTORA A LA PALABRA CALIBRANDO ESE TRABAJO DE DESNUDEZ EN EL VERSO.

Otro contenido de la palabra lo hallamos “en la sombra del poema”, uno de los pocos poemas que lleva título y que constituye un pequeño tesoro dikinsoniano: el poema más allá de la palabra:  LA EXISTENCIA DEL POEMA MÁS ALLÁ DE LO QUE SE DICE O IMAGINAMOS DEL POEMA.

Palabra y tiempo, toda una constante en el desarrollo del libro, y a su vez la necesidad de la luz que ha de cubrir un viaje a ciegas, el viaje por la composición del libro. Este tema clásico en la poesía (el poeta ciego que puede ver dónde no alcanza el sentido de la vista) está presente en varios de los poemas pero quisiera destacar uno en particular.

Y así llegamos al final, no del libro sino de esta modesta presentación… podemos continuar … hablar de cada una de las partes en cada uno de los poemas, pero no se trata de hacer un recorrido imposible para esta ocasión,

se trata, como decíamos al principio, de celebrar, y esto es lo que vamos a hacer oyendo a Luisa (Chiky) leer sus poemas.

Chiky: deseo de todo corazón que tus cuarenta ladrones se conviertan en los cuarenta guardianes de ese tesoro que has acumulado y nos das a conocer.

.

.

.

.

Margarita Ballester





Enredos de luz, de Marta Rubio

26 01 2009

Enredos de luz,

de Marta Rubio Aguilar. Ed. Vitruvio.

 

 

 

         Espero ser breve y no aburrirles demasiado… hay una anécdota de García Márquez a propósito de esto… estaba dando una conferencia y en un momento dado se dirigió al público y les dijo: “si alguno de ustedes se están durmiendo, por favor, abandonen la sala, pero háganlo con cuidado para no despertar a los que ya están dormidos”. Espero que esto no les ocurra a ninguno, pero si es así, lo dicho, no despierten a los que ya duermen…

Ahora en serio: parece que se va a convertir en una costumbre para mí el presentar libros de mujeres poetas y afincadas o arraigadas, por contrato laboral o por colaboración necesaria (como en los crímenes), con mi puesto de trabajo en una editorial. Así pasó con el libro Atreverse al mar, de Ana Ares, y así pasa ahora con Enredos de luz, de Marta Rubio. Digo esto porque yo la conocí a ella trabajando para mi empresa (quiero decir, para la empresa que me paga el salario), aunque en realidad conocí muchos años antes a su padre, compañero de trabajo y del que nunca pensé que sería el padre de alguien de quien iba a presentar un libro de Poesía. Por aquel entonces, cuando le conocí a él, la poesía era para mí una rosa esquiva que guardaba en el interior como una joya antigua dentro de un joyero, que abría casi a diario para verlo y cerrarlo de nuevo, y los poetas eran esos seres raros que conocía de leerlos y con los que no quería tener apenas trato. Nada me hacía suponer que existía poesía escondida en todos los rincones, incluso que compañeros de trabajo con los que nunca hablabas de casi nada que no fuera trivial o laboral, engendrarían a una poeta a la que conocería años más tarde, muchos años después.

Y sobre todo lo que no podía imaginar entonces es que esa poeta que algún día conocería guardara tanta belleza, tanta verdad, en sus versos. Porque Marta es una poeta honda, una de esas extrañas poetas muy verdaderas. A menudo los poetas nos enfrascamos en diatribas con poco sentido con las que pretendemos encasillarnos en escuelas, corrientes, líneas… y con el tiempo uno descubre que las mejores corrientes son las que en el mar conducen a los barcos siguiendo a los delfines, y las mejores escuelas aquellas en las que uno aprende a enfrentarse con lo que la vida le deparará más adelante, que casi siempre es una sucesión interminable de perrerías. Las mejores corrientes, las más auténticas, son las de afinidad, y las mejores escuelas, las más útiles, las de la calle.

Decía que Marta es una poeta honda, pero no hay que confundir hondura con hermetismo, porque no es la suya una poesía hermética, bien al contrario. Tampoco quiere decir que sea fácil, ni sencilla, sino, simplemente, Poesía, con la “P” en mayúsculas, que es ya decir mucho. La “facilidad” de la poesía a menudo no está en quien la transmite, sino en los que la percibimos, y en si somos capaces o no de captar la magia que encierra. Poesía como magia. Marta como una prestidigitadora de palabras, capaz de sacar de su chistera un país de belleza.

Es también la suya una poesía minúscula, que se aleja del panegírico de algunos poetas larguísimos para adentrarse en el territorio de lo simple, de lo condensado. Poemas con versos cortos, eso que en mis años de escuela llamaban versos de arte menor. La necesidad del ser humano de definirlo todo, de darle un nombre a cada cosa, nos hace cometer a menudo errores de bulto: he leído algunos haikus de Basho que encierran más belleza en diez o doce palabras que algunas novelas infames de cientos de páginas o que en muchos poemas eternos (por lo “largos”).

Marta traza retazos cotidianos de amor como pequeñas teselas, todas ellas partes de un gran y hermoso mosaico que es su libro. Poesía desnuda y condensada, intimista pero abierta a veces, que retrata el interior del alma haciéndola salir hacia fuera… que se detiene en el yo para subvertir el nosotros, y para hacerlo suyo. Poesía instantánea, del momento, de la fragilidad del instante que pasa y que ya nunca vuelve salvo en el recuerdo emocionado en un verso, en una imagen, en un cuadro que pintan el alma o el cerebro. El instante del hoy y el para siempre.

No quiero hablar mucho del libro, porque será Marta quien con su lectura nos de la medida de su Poesía, pero sí quiero detenerme en algo que es recurrente muchas veces cuando se habla de ella. En efecto casi siempre se tiende a la discusión sobre los motivos y las connotaciones de la poesía, y sobre todo tendemos quienes nos dedicamos a este oficio descarnado y desgarrado de ver la vida desde este prisma, de intentar definirla, constreñirla y delimitarla. Y de ese modo, muchas veces nos preguntamos  entre nosotros si la poesía busca la sencillez, el ritmo, la verdad, la autenticidad… y cada uno encuentra sin duda respuestas a sus preguntas en alguna de estas palabras, o en otras distintas. Por eso me cuesta definir qué es poesía, pero casi siempre tengo claro qué no lo es. En el caso del libro de Marta, la primera vez que lo leí hace algunos meses ya, no tuve la menor duda: era Poesía, de la buena, de la de verdad, y además estaba muy en la línea de algo que me obsesionaba desde hacía tiempo, y era la sencillez oriental, la huida del discurso expositivo. Algo parecido a aquella discusión de los años sesenta y setenta entre el cine “de Poesía” de Passolini y el “de Prosa” de Eric Rohmmer. ¿Contar o esbozar? ¿Exponer o sugerir? Marta esboza, sugiere, desde dentro y para adentro, y deja que sea el lector, que al fin y al cabo es quien completa y cierra el círculo del libro, el que exponga los motivos, el que encuentre el tesoro después de interpretar el mapa o quien recorra el laberinto para hallar la salida.

Cuando empecé a leer su libro y vi que era un libro de poesía amorosa, que coincidió con la presentación de uno mío que también lo era, y meses después con la presentación del libro al que me refería de Ana Ares, que también era abiertamente amoroso, volví a preguntarme nuevamente por los temas, por los motivos en la Poesía. ¿De qué habla la poesía, de qué hablamos los poetas? De lo que pasa dentro y fuera de nosotros, de la vida, de la muerte, del amor. Es el amor, quien lo probó lo sabe, que decía Lope de Vega.

Poesía de amor… ¿está ya todo dicho en el amor? Seguramente, en el amor como en la muerte, en la guerra, en la miseria, en el desamor y en la desdicha, en la naturaleza y hasta en los temas más triviales, casi todo se ha dicho ya. Resulta imposible encontrar alguna corriente del pensamiento o del arte que no se haya desarrollado antes. Entonces, ¿qué es lo que hace que sigamos sintiendo, escribiendo, pintando, haciendo cine…, si ya está todo dicho? Probablemente, y esto es sólo una hipótesis con la que podéis estar de acuerdo o no, la forma de decirlo. Las mismas palabras, las mismas ideas, se repiten a lo largo de los siglos en miles, en decenas de miles de obras que son iguales y que, sin embargo, tienen algo que las hace distintas. Aunque no sepamos qué es. Aunque no seamos capaces de definirlo. Algo que nos hace reparar en ellas, que nos mueve a recordarlas, que las graba dentro de nosotros.

Ese algo, para mí, en el caso de la Poesía, es la magia, el encantamiento, la capacidad de sugerir estados de ánimo, situaciones, sentimientos, incluso sin nombrarlos, sin que tan siquiera seamos capaces de vislumbrarlos. Y luego, claro, está el talento, la capacidad del poeta para mostrar lo que otros ya dijeron, con palabras parecidas porque los sentimientos son casi idénticos, y de tocarnos en el fondo un instante, de llevarnos un segundo a la felicidad, de abanderarnos bajo la patria de su lenguaje. O de transmitirnos su tristeza. O de hacernos pensar para situarnos fuera de nosotros, en otra dimensión, en otro plano que nos trasciende.

Los grandes temas, las grandes ideas, están en muchos de los versos de sus poemas… en especial en las dos primeras partes del libro, Lejanías y Puntos de fuga, que se abren con dos citas espléndidas de T. S. Elliot.

El paso del tiempo, por ejemplo, recordando además a Neruda, como un guiño imagino que consciente, en esos versos que dicen

 

El tiempo pasó

y ya no somos iguales.

 

O el desamor, cuando tras hablar del dolor Marta nos dice

 

Estaba esperando

a la vuelta de una esquina.

 

O las referencias a que antes me refería de la poesía oriental en el poema titulado Haikus, o en Jueves, y sus bambúes…

 

Hay, por ejemplo, versos bellísimos, que nos hablan de la sensación de soledad, del destierro que supone la ausencia del amor, como unos que he anotado y que me parecen maravillosos…

 

Cuando antes venían tus dedos

a enredar todas mis horas,

y ahora solo las desatan.

 

 

Y poemas completamente perfectos… no sé si lo leerá Marta, pero si no tiene previsto hacerlo me gustaría leer un poema del libro que me encantó.

 

Ausencia

 

Tengo miedo de encontrar

restos de tu amor

en mi rostro.

 

Por eso evito los espejos.

También los cristales.

 

No quiero estar a solas

con tu ausencia.

 

En la parte tercera del libro los poemas adquieren mucho más peso. Las referencias orientales, mucho más  “ecológicas” por así decirlo, que aparecían a menudo en las dos primeras partes, se vuelven aquí cargas de profundidad. Curiosamente también, algunos de los versos de esta última parte son más largos, y también más discursivos, en el mejor de los sentidos, porque tienden a la máxima, a la reflexión categorizada, que en algunos momentos alcanza cotas de belleza grandísima. Así, por ejemplo, ocurre en el poema Tiempo

 

El tiempo estará tan lejos

como donde me lleven tus pasos.

 

 

O en Sal

 

Olvidé cerrar el firmamento

al rozarme en la sal de tus pestañas.

 

 

O en el poema que cierra el libro, Alquimia, con esos últimos versos…

 

Así la vanidad

desviando las aceras,

así un derroche

que me cesa.

 

Pero no quiero enfrascarme en el análisis detenido de esta obra excelente, sino al contrario: quería nada más servir de introducción para que sea Marta quien nos lleve de la mano de su poesía a las fronteras de su corazón, de su pensamiento, y nos muestre esa “yo” que en ella habita y que es seguramente otra bien distinta a la que conocemos muchos de nosotros: la Marta que se esconde en los versos de Enredos de luz, opera prima y pistoletazo de salida de lo que debe ser, y así lo espero, el inicio de una larga y fructífera carrera.

Y termino… quienes conocéis a Marta, y creo que aquí estamos casi en familia, sabéis de su timidez para desnudarse en público, ni siquiera por exigencias del guión. Porque al fin y al cabo una lectura poética es eso, desnudarse delante de los otros, mostrarse por dentro. Es una suerte de onanismo, gozoso en la soledad o en la compañía de otro u otra, pero difícil ante tanta gente. Como precisamente estamos los que somos y somos los que estamos, y no es cierto que donde hay confianza de asco, sino complicidad, os invito a que disfrutéis de esta Marta bellísima en la desnudez de su poesía, y a que devoréis su libro, hasta hacerlo vuestro, hasta convertirlo en tuétano, en polvo de vuestro propio oro. Parafraseando a Quevedo, “polvo será, más polvo enamorado”. Muchas gracias.

 

 

 

Paco Moral





Sombra a Sombra

13 01 2009

portada-de-gomez-valverde

 

 

Sombra a Sombra, de Santiago Gómez Valverde.

Ediciones Vitruvio, 2009

 

 

El libro que tratamos hoy, Sombra a sombra, de Santiago Gómez Valverde, es un libro largo, de una extensión inusual para un libro de poesía. Sin embargo, uno comprende al leerlo que esa longitud no es falta de selección, ni procede tampoco de una retórica palabrera, que multiplica la pose y el gesto vacío. Necesita de esa extensión para decir lo mucho que tiene que decir.

Encontramos en él desde el texto metapoético (es decir, aquél cuyo tema es la propia poesía, su modo de manifestarse y su posible sentido) al más nítido y delicado poema de amor; desde el lenguaje brillante e inventivo hasta el que refiere hechos cotidianos con descarnada sencillez; desde el poema en prosa hasta el haiku, pasando por distintas posibilidades de verso blanco o más o menos libre, e incluso el soneto.

¿Por qué esta variedad de formas y de asuntos? Yo creo que el sugerente título, Sombra a sombra, es plural, y que lo mismo apunta a la diversidad de sombras que constituyen el mundo para quien no se conforma con su luminosa obviedad y aspira a saber cómo y de qué está hecha (es decir, la sombra como modo de conocimiento), que al diálogo con un otro que nos devuelve la misma extrañeza o la misma encendida ignorancia (y aquí entrarían, por ejemplo, los muchos poemas de amor que el libro contiene), como, todavía, a un inventario de las oscuridades que somos o que el mundo nos ofrece, en busca de un desvelamiento final que nos permita indagar, o al menos presentir, el verdadero nombre de las cosas.

Hablaba antes de “un lenguaje brillante e inventivo”. Una frase como ésta podría hacernos pensar en una poesía que busca el lucimiento, que dirige su foco no a la indagación de las realidades, y de la realidad, sino a la propia -e inconveniente- persona del autor, a su habilidad técnica de virtuoso. Pero no se trata de esto. Santiago tiene ciertamente, entre otros, el don del verso o la frase  llamativamente originales, fuertemente expresivos. Citaré algunos ejemplos: Dios habla solo por los pasillos de su ausencia, Son mis manos / antiguos cementerios de caricias, …o cuando entre los ríos curvos de tu cintura / la luna pulsa firme el acorde del agua, …mientras arde en tu piel una hoguera de sueños, Los hambrientos balcones de los sueños, / entre nubes de sombras, se meriendan la luz del horizonte, La luz de este domingo, en mi jardín, tiene forma de ausencia. Versos que, por su fuerza imaginativa, por su poder de sugestión, son casi poemas en sí mismos. Leyéndolos en su contexto, sin embargo, podemos ver que no son simple ostentación de una fuerza expresiva que se complace en su propio discurso, sino puntos donde se concentra una intensidad que equivale a un desvelamiento; hallazgos verbales que son al mismo tiempo iluminaciones del sentido. Porque, en último término, lo decisivo no es la acuñación verbal más o menos afortunada, sino el poema como conjunto, y la arriesgada indagación que él nos propone.

Por esta razón, pienso, podemos encontrar, junto a poemas en los que es dominante ese uso vivamente personal del lenguaje, otros en los que el decir se despoja hasta la sequedad, o se adelgaza hasta el puro temblor. Un poema como La tieta, por ejemplo, no debe nada de su poder de convicción a ningún realce de la palabra, que se basta ahí en su misma desnudez para transmitirnos, con plena eficacia, la ironía trágica de la situación que evoca. O, en otro sentido, un haiku como el de la página 168, que no me resisto a citar entero: ¿Cómo será / la luz de la mañana / cuando me olvides?, un haiku así, decía, no necesita de la menor alharaca verbal para alcanzarnos con su escueta sugerencia. En unos y en otros, en los más trabajados verbalmente como en los más desnudos, lo central no es, a mi parecer, la pura virtualidad del lenguaje, sino aquello que en él se encarna, la indagación, o la emoción, evocadas a su conjuro.

Yo creo que la pluralidad de formas y de enfoques que aquí encontramos es, en último término, un intento de asediar desde distintos puntos de vista ese núcleo evanescente de lo real, esa sombra del título, para estar seguros de que lo que ese asedio pueda rendir es genuino; es decir, se trata de algo más que de aquello que, desde un único y previamente orientado modo de mirar, nosotros mismos hayamos puesto allí sin darnos cuenta. Y que es en busca de esa autenticidad de la mirada por lo que Santiago permite que cada poema se defina, en forma y en lenguaje, del modo más ajustado a su propia búsqueda, sin temor a la diversidad que pueda resultar de ello. Es más: creo que los haikus que ocasionalmente encontramos en el libro diferenciados apenas en una, en dos palabras, de otro haiku anterior, están ahí exactamente por esa misma razón: suponen un delicado, tanteante asedio a ese centro escurridizo, a esa sombra, que, precisamente por serlo, es fácil de falsear, de confundir con lo que no es ella.

Libro pues, éste de Santiago, complejo y rico, pero con una riqueza que, como ya apuntaba, no es ostentación, sino pluralidad y sutileza; respeto, en último análisis, a la sensible vitalidad de aquello que desvela. Y que, para hacerlo, se sirve en cada caso del modo de acercamiento que le parece pedir la delicada verdad a la que se aproxima. Así, sombra a sombra, es como a mi parecer procede el autor en este libro: aproximándose delicadamente al misterio para conocerlo sin avasallarlo, sin desvirtuarlo, y, sobre todo, sin sustituirlo, mediante juegos de habilidad verbal que le costarían bien poco, por un doble suyo más o menos manejable, pero en el que en verdad no quedara nada de ese centro difícil que busca. Es, la que aquí se impone el autor, una tarea nada sencilla; yo creo sin embargo que en su flexible conocimiento del lenguaje, y en su voluntad de no falsificar nada de lo que ve o de lo que siente, dispone de las mejores armas para llevarla a término.           

                                                                                                                            

                                                                                                                                      José Cereijo





Vive o muere, de Anne Sexton

15 12 2008

 

Vive o muere, de Anne Sexton. Traducción e introducción Julio Más Alcaraz. Prólogo de Maxine Kumine. Ediciones Vitruvio

 

 

En su excelente introducción a “Vive o Muere”, Julio Mas incluye la cita de Kafka con la que Anne Sexton comenzó su segundo libro de poemas: “Los libros que necesitamos son aquellos que tienen sobre nosotros el efecto del infortunio, que nos hacen sufrir como sufrimos por la muerte de alguien que queremos más que nosotros, los que nos hacen sentir que estamos al borde del suicidio, o perdidos en un bosque muy lejano a la civilización – un libro debería servir como el hacha para el mar helado que hay en nuestro interior”.

Creo que las palabras clave de esta cita son “sentir” y “al borde”. Que los sentimientos no sean siempre positivos y el borde resulte agónico me parecen aspectos relevantes- y en el caso de Anne Sexton muy relevantes -aunque secundarios. Con frecuencia he pensado que en poesía lo relevante está en los sustantivos, en los verbos y en los adverbios más que en los adjetivos.

“Sentir” y “al borde” me parecen algunas de las notas características de la gran poesía; no las únicas, desde luego, pero sí algunas. Este libro de Anne Sexton nos hace sentir y nos coloca al borde.

Y lo hace con un recurso infalible que ella misma, a modo de declaración de principios, resume en dos versos del segundo poema (The Sun) – “Diseased by the cold and the smell of the house / I undress under the burning magnifying glass /… Enferma por el frío y el olor de la casa / me desnudo bajo la lupa que arde…”.

Formulado así el qué (su tarea) el inicio del siguiente poema (Flee on your donkey) explica brevemente el por qué (“Because there was no other place to flee to”/ Porque no había otro lugar al que huir”). Para luego, a lo largo del poema, explicar desde dónde habla (“… the scene of the disordered senses…/… el  lugar de los sentidos perturbados…)

Un dónde tejido de psicoanálisis, traumas y regresiones infantiles, sueños, psicoanalistas y hospitales psiquiátricos que mediante su personal y cargada imaginería, ella transmuta en un escenario colectivo, en una especie de gran guiñol o desquiciado teatro del mundo donde cabemos todos, donde el argumento de la obra es “el hambre” – en el primordial y ontológico sentido de ansiedad no saciada – donde la muerte está siempre al acecho.

Al final del poema, la poeta busca la salvación en una nueva huida (“Flee on your donkey / flee this sad hotel… / Huye en tu burro / huye de este triste hotel…”). Huida que en el siguiente poema (Tres ventanas verdes) parece posible mediante una regresión de clara raíz freudiana hacia “la niña que fui /viviendo la vida que fue mía”.

Vana ilusión, desde luego, que en el quinto poema (Imitaciones del ahogamiento) se diluye en sofocación, falta de aire (como una hormiga en un cazo de chocolate que hierve y te rodea) y, sobre todo, miedo –aunque mejor sería citar a su equivalente inconcreto, la angustia- causa final del ahogamiento e inductora del tono vital de buena parte del resto del libro.

Tono que resume bien la última estrofa del siguiente poema Madre y Jack y la lluvia (“I come to this land to ride my horse, to try my own guitar… to conjure up my daily bread, to endure, somehow to endure”/…Vengo a esta tierra para montar mi caballo, para probar mi propia guitarra… para evocar mi pan de cada día, para soportar, de alguna manera para soportar”) de evidentes resonancias rilkianas.

Tono que resulta de un precario equilibrio entre el impulso de vida y el impulso de muerte y que, de un modo u otro, se mantiene durante los seis poemas siguientes (Acompañada de ángeles, La leyenda del hombre de un solo ojos, Canción de amor, Marido y mujer, Aquellos tiempos y Dos hijos) para sufrir una nueva y dramática sacudida, en los dos que vienen a continuación (Perder la tierra y La Muerte de Sylvia), en mi opinión de los mejores del libro, y que marcan una nueva vuelta de tuerca en su cadencia.

Perder la tierra, uno de los poemas menos “confesionales”, me parece un prodigio de construcción, de evocación de temas clásicos, desde la caverna platónica y la música como expresión de la armonía universal hasta la figura del eterno viajero y el papel de los ritos de paso. Y, también, de potencia dramática,  acentuada por un final que plantea los tópicos de la conciencia como condena, de la imposibilidad de escapar o de recuperar la inocencia una vez que se ha entrado y se ha sabido.

La muerte de Silvya no es para ser glosado sino más bien para ser interpretado, transformando los blancos entre las estrofas en silencios cargados de emotividad y significado. Leyéndolo, uno tiene la sensación de que, a partir de ahí, nada en la poesía y en la vida de Anne Sexton volverá a ser lo mismo.

No por casualidad, la temática religiosa irrumpe con fuerza en los dos poemas siguientes (Pascua protestante y Para el año de los dementes) el segundo de los cuales concluye con una estrofa (“…Hay sangre aquí y me la he comido…”) donde se muestra el carácter antropomórfico (casi antropofágico) y básicamente imprecatorio de la relación de Anne Sexton con la religión.

Vienen luego Crossing the Atlantic y Walking in Paris, los poemas del viaje a París, al tiempo travesía física y nueva regresión a la infancia (a la propia y a la de su abuela Nana).

Tras los cuales se sitúa el célebre poema La menstruación a los cuarenta donde vida y muerte se enfrentan de nuevo en el cuerpo de la poeta, y la muerte (“This time I hunt for death, /the night I lean toward, / the night I want…, / Esta vez quiero cazar a la muerte / la noche a la que me inclino / la noche que quiero…”) empieza a ganar la partida.

El poema siguiente, Nochebuena, dedicado a las complicadas relaciones con su madre, arranca con un verso de potencia excepcional (Oh, sharp diamond, my mother! / ¡Oh, diamante afilado, mi madre!”) que si no es el hacha de Kafka se le parece mucho.

KE 6-8018 lleva por título el número de teléfono del doctor Orne, a quien Anne consideraba un segundo padre, y es ya un poema de adiós y de muerte cuyos dos primeros versos (“Black lady/ two eyes…,/ Señora de negro /dos ojos...,), no me pregunten por qué, hacen resonar en mí el “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos” de Pavese, otro suicida ilustre.

Llegamos así a “Querer morir”, posiblemente el mejor poema del libro. Y no tanto por el tema, pues como recuerda Julio en la nota a este poema, Anne escribió más de veinte sobre el suicidio, sino por el estilo: un estilo sobrio, un poema no muy largo, poco metafórico, no demasiado provocador y donde cada uno de los versos – potentes, tensos, sobrecargados de significaciones sin dejar por ello de ser directos – tiene vida propia y vale, como quería Valéry, por un libro entero. El poema de quien conoce su destino y lo acepta. De quien sabe que está ya al otro lado y desde ahí nos habla. Una joya.

No es raro que después de esto La Noche de bodas, centrado en la pérdida de la virginidad; los dos poemas dedicados a sus dos hijas; Tu rostro sobre el cuello de la perra, dedicado a su amante Anne Wilder; y el poema Yo en 1958, que es una re-evocación de sí misma y que, una vez más, arranca con un verso al límite “What is reality? / ¿Qué es la realidad?”), tengan un cierto aire melancólico en ocasiones impregnado de ternura y lirismo, de ajuste de cuentas y de despedida.

Viene luego Nota de suicidio, corolario natural de Querer morir, un poema que contiene los dos nacimientos de toda mujer (el físico y el puberal); donde la vida es vista como algo sobrevalorado y la muerte propia aparece como una amiga interior, como un alter ego que acaba siendo el verdadero ego, lo único que de verdad cuenta y se espera, con quien se dialoga y a quien finalmente se abraza, sin importar lo que digan el mundo, Jesucristo, las serpientes o la ciudad de Nueva York. Como decía el sabio chino Meng Hisch, uno acaba sabiendo cuando se ha ganado el derecho a estar a solas con la muerte sin que le importunen los extraños.

En los siguientes dos poemas Anne se permite fantasear con la casa de verano en la playa y el recuerdo de sus padres haciendo el amor; y también con los temas que trataba con su segundo psiquiatra al que en ocasiones identifica con su padre y que, aparte de ser su amante, no parece que le ayudara demasiado. Para luego, en Dolor por una hija, trazar un retrato simbólico y conmovedor, de las relaciones entre madre e hija desde el punto de vista de una madre que también es hija y en consecuencia sabe de qué están hechos los amores y odios, los nacimientos y las muertes de una relación que muchas madres tienden a somatizar, que a menudo les tortura y de la que no logran desprenderse con facilidad.

A menos, claro, tal como se plantea en el poema siguiente (La adicta) que une se atiborre de pastillas cada noche y, de ese modo, coquetee con determinada forma de vida (I´m becoming something of a chemical mixture / Me estoy convirtiendo en algo parecido a una mezcla química) que también es (Yes, I try/to kill myself in small amounts… / Sí, trato de matarme con pequeñas cantidades…) una forma de matrimonio con la muerte en cuya antesala, simbolizada por el sueño químico (Now I´m borrowed. / Now I´m numb /… Ya estoy de prestado. / Ya no siento),  concluye precisamente el poema.

 El libro termina en Vive, escrito deliberadamente para acabarlo y que no quiere ser un texto de cierre sino de apertura. Un poema donde la voluntad de vivir se resiste a dejar el campo libre a su adversario y da la batalla. Sin embargo, respetando a quienes piensen otra cosa, yo no logro evitar la impresión de que las armas que usa – el mundo de ahí fuera, la familia, la poesía, la propia condición de mujer – o andan cortas de munición o están hace tiempo oxidadas.

Se ha insistido sobre aquellos elementos de la biografía de Anne que pueden ayudar a interpretar sus poemas. Por ejemplo, en el hecho de que tuvo dos hijas y deseó tener un hijo pero nunca lo logró. A eso se refiere en Menstruación a los 40 como, también, a su relación con Louis, su amante yugoslavo de entonces, de quien llegó a pensar que estaba embarazada, lo que, como pudo comprobar, no era cierto.

Otro elemento es el papel de la familia. Mientras la tuvo, Anne la vivió de forma problemática o no la valoró lo suficiente (y a ello se refiere claramente en “Vive”). Pero cuando creyó haberla perdido – sobre todo cuando creyó estar perdiendo la relación con sus dos hijas – la soledad se le hizo insoportable y tal vez ello contribuyó a su suicidio.

También se ha destacado la importancia de la música en su vida. Anne adoraba la música y de ahí, tal vez, su gusto por las rimas internas y el cuidado que pone en conservar los ritmos a lo largo de los poemas. Julio ha tenido que trabajar duro para mantener ese rasgo de su poesía al pasarlos al castellano.

Pero hay que apresurarse a decir que la relación entre biografía y poesía dista de ser lineal en Anne Sexton. Hay mucha “elaboración”, mucha “interpretación”, múltiples y complejas “resonancias”, a menudo entrecruzadas, y una simbología tan original como abigarrada en el tipo de escritura que emplea como para que la cosa resulte sencilla.

Anne Sexton siguió viviendo, escribiendo, publicando y recitando ocho años más tras publicar este libro. Consiguió fama y reconocimiento pero, hasta donde nos es permitido intuir, no logró lo que buscaba.

O tal vez sí.

En todo caso, nos dejó un regalo precioso.

A las mujeres primer término porque como recuerda Maxine Kumin en la Nota introductoria: “En los nuevos territorios que Sexton colonizó, atreviéndose a sacudir tabúes, seguimos adelante sin restricciones de palabras divisorias o prejuicios”.

Y a todos, hombres y mujeres, porque la potencia de su lenguaje y la cruda honestidad de sus enfoques apuntan hacia donde lo hace siempre el arte verdadero: a reconciliar verdad y belleza sabiendo que el empeño es imposible y sin arredrarse por ello.

A Julio Mas y a Pablo Méndez les debemos el disfrutar ahora de este libro único.

Muchas gracias.

 

Alberto Infante Campos





Escrito en tierra

28 11 2008

 

portada-de-mena

Escrito en tierra, de Francisco Mena Cantero

Ediciones Vitruvio 

 

 

Nace Francisco Mena Cantero en Ciudad Real en 1934. Es licenciado en Pedagogía y en Filosofía y Letras por la Universidad de Madrid. Ha sido profesor de instituto y de la Escuela de Magisterio.

Desde 1971 reside en Sevilla, donde fundó, junto a otros poetas sevillanos, la desaparecida revista Cal. Ha compartido muchos años la dirección de Ángaro con Manuel Fernández Calvo, fallecido en agosto de 2007, y sigue haciéndolo con los también poetas Víctor Jiménez y Enrique Barrero.

En 1980 creó el ya desaparecido premio «Tabladilla» de poesía.

Ha publicado más de veinte libros de poesía, entre los que cabe destacar Esta ausencia total (Premio Ricardo Molina, Córdoba, 1975); Mar de altura (Premio Ciudad de Zamora, 1976, col. Aldebarán, Sevilla, 1978); Diario de una bruja (Premio Francisco de Quevedo del Ayuntamiento de Madrid, 1979); Las cosas perdonadas (Col. Adonais, Madrid, 1983); La zarza ardiendo (Palencia, 1985), La espera (Premio Zenobia 1988, col. Rabindranath Tagore, Madrid, 1989); Amanecer de Claudia (col. Ángaro,  núm. 120, Sevilla, 1997), La fe que nos lleva (Madrid, Fundación Fernando Rielo, 2002), etc. Los últimos: una Antología poética (Ateneo de Sevilla, 2005), El pájaro y su vuelo, Córdoba, Cajasur, 2008, y Escrito en tierra, editado por Ediciones Vitrubio en la colección Baños del Carmen, núm. 166, Madrid, 2008, que ahora presentamos.

Ha obtenido prestigiosos premios de poesía como los premios Ricardo Molina, Ciudad de Zamora, Francisco de Quevedo, Juan Alcaide, Rodrigo de Cota, Fernando Rielo de poesía mística, Ciudad de Alcalá de Henares, etc. En 1996 fue nombrado “Caballero andante” por la Asociación cultural “Quijote 2000” de Ciudad Real y en 2003 Hijo Adoptivo de  Fontiveros, cuna de San Juan de la Cruz.

 Figura en varias antologías, así como en la Gran Enciclopedia de Andalucía y en diversos estudios sobre la poesía manchega y sevillana.

Como prosista ha publicado obras para niños como Las cuevas del Alcázar (Madrid, 1988)  y El niño que sólo sabía jugar, y ha obtenido premios como «Hucha de Plata» de cuentos (1986). También cultiva el artículo periodístico, en medios como ABC de Sevilla y Lanza de Ciudad Real, e incluso ha entrado en el terreno de la biografía, con una sobre el folclorista Mazantini.

Ya en nuestro estudio sobre los grupos, revistas y colecciones de Sevilla, objeto de tesis doctoral y editado por la Universidad de Sevilla en 2002, aludíamos en numerosas ocasiones a la significación de Mena Cantero tanto como impulsor de causas literarias, entiéndase pertenencia a grupos como Ángaro y participación en colecciones como Aldebarán. Decíamos:

“Precisamente en 1972 Roberto Padrón propone a José L. Núñez y a Arcadio Ortega Muñoz fundar una colección aparte, «Aldebarán», que estudiamos detenidamente en nuestro trabajo. Esto implica que los dos poetas citados abandonan Ángaro. Como conse­cuencia, se reestructura éste: en el número 29, de junio de 1972, correspon­diente a Aún no ha llegado ayer, de Francisco Mena Cantero, se lee tras el colofón: «Dirige: Manuel Fernández Calvo. Administra: Francisco Mena Cantero. En Secretaría: Inés Vizcaíno». Desaparece el extenso grupo asesor, si bien continúa la relación de suscripto­res bibliófilos, cada vez más numerosa y de mayor prestigio”.

Asimismo comentábamos cómo Mena Cantero cierra Plural espejo con un poema de amor en el que éste nos salva de la desesperanza, como indica el final del poema:

 

                                             Mas mientras llega este derrumbe

                                             hay algo en el alero de la tarde:

                                             una paloma limpia,

                                                                          adolescente.

                                             -Nunca es viejo el amor

                                             aunque ande hoy por otra calle

                                             la esperanza-.

 

Después, con el tiempo, ha crecido nuestro respeto mutuo, mi admiración hacia su lbra y la amistad compatible con todo lo anterior. Y he reseñado para Papel Literario de Diario Málaga o para otros medios algún libro suyo, sobre todo los últimos. Así, Un hombre habla solo  (Edición:Alcalá-Poesía. Alcalá de Henares, Madrid, 1999),  libro de poemas galardonado con el Premio Ciudad de Alcalá de Henares 1988. Con ecos inmejorables -A. Machado, San Juan, J. Ramón Jiménez- este lírico, siempre atento al milagro cotidiano del vivir, no exento de perfil existencial, construye un libro muy personal sobre el tiempo, el hombre, Dios y los hombres, con un rigor formal incuestionable: “Me voy antes que el tiempo se me acabe, / antes de que en mi calle cante el ave / que me anuncia que todo se termina. / Antes de que me vaya o que me pierda / -siempre el recuerdo bulle aquí a la izquierda- / me encontraré conmigo en otra esquina” (p. 69).

“ESTE VINO ANTIGUO, ESTA MEMORIA PRESENTE”, titulábamos la reseña de Este vino antiguo (Fundación Valparaíso, Mojácar, Almería, 2001), premio “Paul Beckett” de poesía, avalado por un jurado compuesto, entre otros, por Valentín García Yebra, Carlos Murciano y Carlos Bousoño.

Creemos que esta obra se ensarta perfectamente en su poética particular. También aquí encontramos esa sencillez densa en pensamiento y sentimiento, un yo lírico humano y humanista, cordial y reflexivo (“El hombre es un deseo, / una cruel incertidumbre. / Bien / quisiera que la luz atravesara / su certísima muerte”, p. 39). El hombre y la muerte, el hombre y el tiempo, el recuerdo: éstos son los grandes temas de toda poesía, y también de la de Mena Cantero. Por eso éste elige una tradición ejemplar en este apartado: Jorge Manrique (“Ya no es hora de contemplar / la vida / que se va / por las hojas del calendario / río abajo / muerte abajo / como una torrentera / que nadie te detiene”, p. 15), Quevedo   (“Esto se cumple, como dijo Quevedo”, p. 45), A. Machado (“Todo pasa, / y lo nuestro también, pero sin pena / porque la ley se cumple / y ya nada es lo mismo. Estamos estorbando”, p. 46). Y en el tono elegíaco de expresión cercana coincide con algunos  poetas actuales, como Sánchez Rosillo, en versos como éstos: “Es el olvido / quien nos derrota. / Luego, somos apátridas / de nuestro propio recordar, / exiliados de la existencia, hijos / de la sombra y la noche. /  Mientras tanto, /  complácete en vivir, / echa a volar los pájaros de entonces, / regresa al tiempo que hoy detienes, contemplando / esta fotografía” (p. 30).

El poeta, el hombre -inseparables en Mena Cantero- se despide de la niñez, de la juventud, o la revive en el recuerdo y en el poema, se vuelve elegíaco, se recrea en una lírica de la memoria. Convoca en sus poemas un conjunto de imágenes y símbolos –sueño, sombras, fantasmas, mar, lluvia, vino- que le ayudan a expresar el inevitable fluir temporal manriqueño, el derrotado destino vital quevedesco, el soñado y recordado tiempo machadiano: “(…) sé / que sólo son fantasmas / a contramano de las sombras. / Ya no hay más realidad / que esta ausencia de hoy, / o este niño recorriendo aposentos / que ahora es hombre condenado al olvido” (p. 12).

Nada desentona en este libro, cuidado, sencillo y tan profundo. Mena Cantero, premiado tantas veces, merece aún más difusión por su dominio del verso clásico y libre y por su sensibilidad tan humana.

Y el ultimísimo libro publicado, a la vez que el que ahora presentamos, es El pájaro y su vuelo (Córdoba, Cajasur, 2008), publicado en la prestigiosa colección Los cuadernos de Sandua, dirigida por Antonio Rodríguez Jiménez. El pájaro y su vuelo es su nueva aportación tras muchos libros y premios a sus espaldas. Reflexiona una vez más acerca del mayor misterio que nos acosa, el del tiempo y su paso inexorable hacia la muerte. En el poema “Aquella puerta” (pp. 8-9) nos dice:

 

Pero siempre arde el fuego

que la vida encendió para nunca extinguirse.

No siquiera la muerte borrará lo que fue.

Quedarán las cenizas, los silencios

pregonando en el hombre su miseria

y su alcázar de gloria.

Estuvieron aquí y construyeron

altares donde un pájaro

depositaba el vuelo como ofrenda.

 

Se resiste el poeta a aceptar la aniquilación de todo. Piensa en la muerte como en un final que es ley y no castigo. Centra su simbología expresiva en símbolos de siempre, revitalizados, como la luz y el mar, muy frecuentes en su poética y en su trayectoria. Sobre la luz se pregunta: “(…) ¿presta / su claridad a tanto abismo, / como quien da una limosna o bendice / lo que apenas naciendo se presiente?” (p. 15). Y el  mar es el conocimiento, de eternidad, como en Juan Ramón y en tantos otros poetas:

        

El mar no muere nunca y hasta puede

dotarse en su ansiedad

de un corazón enorme, de existencia

como de dios pequeño que, insistiendo

en su ir y venir,

nos creara otro mundo.

 

En algunos poemas del libro reflexiona metapoéticamente sobre la escritura, la palabra como creación. Así en “Nacimiento de la palabra” (pp. 17-18), “Poder de la palabra” (p. 20) o “Madre humilde” (pp. 33-34). En el primero podemos leer:

 

Desde el altar del tiempo, adonde vamos

buscando la verdad y cayendo,

como si un precipicio nos tentara

a tanta creación y claridad,

ofrecemos preces

para que la palabra, que ya dejó la sombra

y en éxtasis convive con la luz,

a sí misma se piense en un continuo

conocerse y decirse.

 

Mena Cantero, poeta del tiempo y de la luz, con su mester bien aprendido, con su poética anclada en la tradición continuamente renovada, alcanza una vez más a perfilar un libro de poemas de calidad y emoción.

 

Y en este mismo año 2008 saca a la luz otro libro, el que nos convoca. Si el anterior aludía al pájaro y su vuelo, éste sitúa la referencia en la tierra, se titula Escrito en tierra. Lo edita la elegante colección Baños del Carmen  de Ediciones Vitruvio de Madrid, en su núm. 166 (ahí han publicado, entre otros, Gloria Fuertes, Gabriel Celaya, Carmen Conde, Rafael Montesinos o José Manuel Caballero Bonald).

En la contraportada hay un poema que nos sedujo desde el principio por su sencillez y profundidad magistrales. Difícil decir más en tan poco espacio, con una armonía semejante, una verdad tan desnuda, una reflexión tan honda. Es el poema “Bajo el árbol”, y nos dijimos que si todo el libro tenía ese tono sería un gozo leerlo y releerlo:

 

No es tomar posesión del tiempo

tumbarse bajo un árbol

y auscultar

los latidos del día.

Es comprobar que continúa

la vida a nuestro lado.

Esta vida del pájaro y la flor

como si no acabara nunca

la creación del mundo.

 

Bastaría ese solo poema para salvar un libro, un poeta, un mundo. Pero la sorpresa que nos ofrece Escrito en tierra es que en su interior hay más poemas grandes desde el punto de vista de la calidad lírica, como “Elogio del campo”, “Hora total”, “Aldaba de esperanza”, etc.

De la variedad de registros temáticos que ha abordado su autor a lo largo de su dilatada carrera, aquí se inclina por uno fundamental: la tierra, o dicho de otro modo, la naturaleza, el gozo de vivir en armonía con el campo, la fronda, el barbecho, el pinar, la siembra, los ríos, los ciclos lumínicos del día desde el amanecer al anochecer. Recoge el testigo así de una fecunda y emocionada tradición que abarcaría desde las clásicas obras de Hesíodo a los poemas de retiro al campo denostando la ciudad (Guevara, Fray Luis de León…) y, por supuesto, la delicadeza, el amor al campo y el hondo lirismo con palabras sencillas de un excelente poeta contemporáneo, José Antonio Muñoz Rojas, el autor del inolvidable Las cosas del campo.

Mena Cantero ahonda, sobre todo en la primera parte de su poemario, en los paisajes y ciclos de la naturaleza, como signo y símbolo de “nueva creación”, de continua recreación de lo vivo. Nos muestra el campo como un lugar propicio para tener otra noción de la vida y de la muerte. Nos dice en el citado “Elogio del campo” (p. 17):

 

(…)

Y contemplar el campo es tocar el milagro

de quien se sobrevive,

                                             que aquí la muerte es otra cosa.

un sueño acaso, tan benigno

como el de cada abrazo del invierno.

Y luego, el lento despertar

en el fruto en sazón  hacia otra vida.

 

El campo se contrapone a la ciudad, siguiendo la citada tradición clásica y renacentista. El primero es sinónimo de paz, de alegría. La ciudad, en cambio, lo es de turbación, penosa e inútil acumulación. Es mística la sencillez y el alborozo del campo. Y ante él, el poeta es un contemplador dichoso, como vemos en “Amanecer en el campo”:

 

He cerrado la puerta de mi casa

y, alienado de mí, contemplo

el entusiasmo universal

de la naturaleza,

y hasta percibo a otro hombre

infundiendo su espíritu y su voz

como si de otra creación

hoy se tratara.

 

Y en los últimos versos de otro poema, “Libertad” (p. 15):

 

Sintió la libertad como una sangre nueva

y se arrojó a un océano de luz

para huir, cuando el alba,

al exilio dulcísimo del campo

y borrar la ciudad de su memoria.

 

No faltan, no obstante, retazos sombríos ni siquiera en esta primera entusiástica parte. Y esto a pesar de predominar el hodiernismo, el gozo del instante, considerado como eterno: “En excesos se mide saber que cada instante / se hace eterno de pronto”, de “Campo”, p. 23).

El paso del tiempo, un poco la soledad, la vida como sueño, el “vanidad de vanidades” se asoman en ocasiones: “Duele la soledad  al desterrar olvidos / y se clava en las sombras / de las frías paredes”, p. 15), o en “Una gota de agua” (p. 21), que concluye:

 

Hay un abismo

entre los hombres

que impide que otro Lázaro nos traiga

una gota de amor. Y cuando el tiempo

se nos vaya escapando, porque siempre

alguien se deja abierta

la puerta de la casa, volveremos

a ser lo que ayer fuimos: una gota

de agua en el océano.

 

Este destello de pesimismo se hace más patente en la segunda parte de la obra, donde algunos títulos de los poemas delatan la melancolía, la zozobra: “Naufragio total”, “Cementerio en alto”, “Volver al pueblo”, aunque siempre tendrá Mena Cantero a la mano una porción de esperanza y así otros poemas se titulan “Aldaba de esperanza”, “Alegría “o “Esperanza”, para compensar. El tiempo se hace más patente, los recuerdos más hirientes. De “Aldaba de esperanza” (p. 42) es esta reflexión: “Recordar es un goce que restaña / las crueles heridas de los días, / si aceptamos que el sino / no es de la vida su derrumbe / ni el tributo mortal / que ya estamos pagando”.

Mena Cantero, que es un poeta de corte clásico, que domina las estrofas tradicionales, opta aquí, como en otros libros anteriores, por el verso libre, con un ritmo preciso y equilibrado, mezclando la música de versos de arte mayor y menor con gran habilidad, y con un lenguaje poético basado en el rigor de la palabra justa y la sencillez llena de matices y emoción.

En Escrito en tierra, pues, destaca ante todo la poetización del campo y sus labores y entornos, como alegoría de la vida, como en “La siembra” (p. 25), otro ejemplar poema. Felicitamos a su autor por la calidad de la obra dentro de su encomiable trayectoria.

 

José Cenizo Jiménez

Universidad de Sevilla 

Octubre de 2008





Un excelente primer libro

24 11 2008

portada-de-pintadoya1

Ficciones de carretera, de Aurora Pintado

Ed. Vitruvio, 2008

 

 

La primera parte, Carreteras, nos ubica en un no lugar, en lo deshabitado pero transitado, en ese espacio extraño que es la carretera moderna, lugar de paso como la vida, lugar de viaje como también es la vida, un territorio donde uno sólo puede pararse saliendo fuera de él, como esos moteles de carretera, título previo del libro, y parte del primer verso, donde se puede refugiar la soledad pero también el amor.

Se invoca a ese dios de los moteles, dios menor (los dioses menores llegarán a ser hasta de poliéster) pero dios al fin y al cabo, para situar el testimonio no tanto en la carretera como en sus márgenes, sean estos una habitación o una cuneta apartada. La poeta busca la vida y el tacto, en un terreno en donde el sujeto poético se siente despoblado de demiurgos, y se atisba ya en esta primera parte una intuición del tiempo como preocupación, como el escarbar ontológico del poeta. Finaliza Carreteras de manera ballardiana con el parabrisas roto, el vaho sobre el espejo de los retrovisores, en el único poema que verdaderamente transcurre sobre la carretera, antítesis del principio y fin.

En esta primera parte podemos ver algunas de las constantes estilísticas de la poesía de Aurora. El lenguaje, siguiendo la larga línea establecida por William Wordsworth, es cotidiano, demótico, cercano. La ausencia de puntuación es el lenguaje del inconsciente, la búsqueda mágica de la polisemia. A medio camino entre el surrealismo y el zeugma, las comparaciones que abundan en el texto no buscan el desplazamiento completo del plano sintáctico pero sí un sano deslizamiento que otorga al verso una deliciosa oscuridad: “llevas de la mano / un mapa de carreteras / como quien arrastra una virgen vestal contra el viento.”

La segunda parte, Márgenes, ahonda en la técnica anterior y en las preocupaciones del sujeto poético. El lenguaje se hace más reflexivo e interno, y a la vez más femenino. Temáticamente el pensamiento aborda el problema del tiempo y lo hace a veces con cierta melancolía, a veces con ironía, y otras acercándose al existencialismo y la descreencia. El léxico adopta semánticas de la publicidad en ocasiones, no sin cierto sarcasmo (“la intensidad del brillo de su pelo”). A veces se cuela el horror, pero se hace de una manera sutil como cuando se nos dice que el padre se ha ido para no regresar en mitad de una estrofa. Márgenes termina con una hipótesis de un mundo perfecto en el que se anularía el desconocimiento del tú con el yo, y en donde de nuevo cobra protagonismo el tacto como una de las claves perpendiculares al poemario. Técnicamente el verso sigue sin puntuación. Destaca el cómo, a modo de anáfora oculta, la poeta utiliza sólo infinitivos en el poema segundo, futuro simple en el tercero o subjuntivos en buena parte del quinto.

Desprendimientos es el nombre de la tercera parte del poemario, y nos recuerda en su nombre al título de su primer libro: Desprendimientos de retina. A nivel formal subrayaría la organización en cuartetos de cada uno de los veintisiete poemas. Es significativo como Aurora abandona casi por completo la narratividad y el lenguaje se hace lírico. Tanto en lo técnico como en lo temático, salvo por la disposición estrófica, Desprendimientos no presenta grandes variaciones respecto a las partes anteriores. Hay ironías en el lenguaje publicitario (“verdades de temporada”), expresionismo (“tijeras clavadas en la piel”), obsesión temporal (“sólo el tiempo es irreducible”), crítica a la costumbre, y lo que he bautizado como surrealismo dislocado (“un apunte de beso en dos direcciones / como dos rosas secas / que se vuelven el rostro / y se muerden las manos”), entendiendo por dislocado esa torcedura en el plano semántico que no llega a ser una fractura.

Finalmente, la última parte, Mapas, es una colección de poemas en prosa. La variedad temática es amplia (el deseo, la costumbre, el amor en su encuentro y desencuentro, el cansancio de la vida de oficina, la poesía…). Algunos de los poemas son puramente narrativos y otros más líricos, especialmente aquellos, para mí los más brillantes, en los que la poeta juega con la ironía y el surrealismo a través de una imaginería rica y original. Quizá sea esta parte también aquella en la que la poeta utiliza en mayor medida otra de sus señales estilísticas: el uso de marcas propias (BMW, Andalucía Express, Coca cola Light, Gucci, Real Madrid, ipod), que junto con la expresión coloquial y el tono voluntariamente deshinchado, frente a una escritura de cuello alzado, convierten en cierta manera a la autora en una heredera involuntaria de la escuela de Robert Lowell, años 50, Estados Unidos.

Curiosamente, la poeta me explicó que el título de ficciones partía de la premisa de unos relatos situados fuera del yo. Se trataría de un nuevo intento de retorno al impersonalismo de Eliot, la antítesis de Lowell, a la lucha del poeta, quimérica, por salirse de sí mismo en el exorcismo de la escritura. Quizá sea la parte final, Mapas, donde la poeta sí traza con mayor claridad esa conjura de la identidad, que se vuelca en lo figurativo y episódico, pero que encuentra sus mejores momentos cuando Aurora corta el hilo narrativo con sus propios dientes.

En resumen, poesía disyuntiva, oscilante entre el abatimiento existencial y la vitalidad, moderna en su planteamiento formal, actual en su búsqueda de referencias temporales, poesía radial, híbrida, con una textura narrativa en la que aparecen magníficos recodos líricos, poesía transemántica en la que se puede hablar de una estética del fondo, de la palabra como significando significante, Ficciones de Carretera nos presenta a una autora con un enorme talento, leída, porque la poeta sabe que para conocer lo que nos espera en la carretera que surge delante nuestra sólo hay que preguntar a los que vuelven, con voz propia, y, sin lugar a dudas, ofreciendo uno de los libros de poetas jóvenes más interesantes que he leído en mucho tiempo. Un libro que invita a arrancar el asfalto aunque sea con las uñas, a descubrir los adoquines que se ocultan debajos, a arrojarlos a todos aquellos que no quieren que paremos, y a descubrir, finalmente, la tierra sobre la que se asientan los caminos. Gritar, como hace un personaje de su querido Jorge Enrique Adoum: “la carretera no está asfaltada todavía.”

Dice Aurora en su poema final que “quizá la poesía no sea más que una maldita variante del pensamiento mágico que parte de la idiotez de que las cosas se curan al escribirlas”. Sagrada idiotez. Y bendita poeta.

 

 

Julio Mas Alcaraz